UN DESCUBRIMIENTO PARA MI HA SIDO LA TRADICIONAL COMIDA EN ORIOKI
Cada mañana realizo algo similar, con los elementos que tengo en casa, pero con la misma actitud de reverencia. Espero aprender a realizarlo como mandan los cánones. De momento encontré este articulo muy interesante sobre el mismo tema.
Se dice que una comida es rica cuando está hecha con amor. Quizá por eso la comida de la madre o, mejor aún, la preparada por la abuela es siempre la más apetecible. Pero ¿cómo se puede palpar el amor en un plato de canelones o en un pan recién amasado? ¿De qué clase de amor estamos hablando?
La vida misma del Buda puede echar algo de luz al respecto. No es que el Buda haya propuesto un plan alimentario, pero su experiencia y conocimiento de la avidez del corazón y de los desórdenes del deseo han sido “inigualables”, según palabras de Ronna Kabatznick en el libro El zen de la alimentación.
Siddharta Gautama, más conocido como el Buda (el iluminado), Sakyamuni (el sabio de Sakya) o Tathagata (el perfecto), vivió unos 500 años antes de nuestra era en la India. Hijo de un príncipe que dominaba el territorio de Sakya, cerca de la frontera con Nepal, creció en una vida de lujos, comodidades y abundancia. Todo lo que él pedía era satisfecho en el acto.
Durante años, Siddharta vivió dentro del palacio, entregado a los placeres más mundanos, sin preocupación alguna. Pero la leyenda dice que en tres oportunidades salió del palacio, y el encuentro con la vida revolucionó su mundo interno. Primero, se encontró con un viejo hambriento que apenas podía caminar.
En la segunda salida, conoció a un hombre enfermo de peste negra a punto de morirse. Y en la tercera, se encontró frente a un cortejo fúnebre y tomó conciencia de la muerte por primera vez. A partir de allí, todo el placer que podía obtener a pedir de boca ya no pudo satisfacerlo. Entonces decidió dejar ese mundo de abundancia material.
Durante un tiempo, buscó en el otro extremo la respuesta que apaciguara su inquietud. Se ejercitó en la ascesis, hizo ayunos, practicó distintas disciplinas yóguicas, hizo mortificaciones y se aisló en un páramo durante seis años. Hasta que descubrió que ese tampoco era el camino para el conocimiento del sufrimiento humano. Entonces, decidió escapar de los extremos –de la ascesis y los placeres mundanos– y centrarse en el camino medio. Aceptó un pastel de arroz que le ofreció una joven, se sentó al pie de un árbol y decidió no levantarse. Se concentró en el presente y en su interior. Así sobrevino la iluminación.
A partir de ese momento, Buda se dedicó a explicar la naturaleza humana mediante cuatro Nobles Verdades que, como dice Kabatznick, podrían ser consideradas recetas para alimentar el corazón:
1. La vida es sufrimiento.
2. La causa del sufrimiento es el apego al deseo.
3. El sufrimiento cesa al dejar de apegarse al deseo.
4. Hay un camino para abolir el sufrimiento.
En este camino, Buda plantea ocho pasos que conducen al practicante a la liberación definitiva. Sin explayarnos en detalle acerca de ellos, podemos rescatar algunos conceptos que resumen la necesidad de “no matar ni hacer daño a ningún ser viviente”. Lo cual implica comprensión, compasión, tolerancia y amor en todos los ámbitos de la vida.
El amor del cocinero
Procurad que ni una sola gota del océano de los méritos se os escape.
–Dogen
Desde su nacimiento en India hace unos 2600 años, el budismo se expandió a China y a casi todo el mundo asiático en forma de distintas escuelas, que respondían a su división en dos grandes ramas: Pequeño Vehículo (hinayana) y Gran Vehículo (mahayana). El budismo mahayana se extendió hacia el norte de la India por Corea, China, Japón, Mongolia y el Tíbet. Siguiendo esa línea, el maestro Eihei Dogen introdujo el budimo zen en Japón en el siglo xiii. Y será tal vez porque Dogen tuvo una de sus mejores experiencias de vida en un viaje a China en el que conoció a varios cocineros que el zen, a diferencia de la mayoría de las escuelas budistas, considera a la comida y al mismo acto de cocinar tan relevante como la meditación misma.
El texto en el que Dogen volcó la sabiduría que había encontrado en esos viejos monjes chinos se llama Tenzo Kyokun. Instrucciones al cocinero de un monasterio zen. Allí se insiste en que el cocinero no es cualquier persona, sino alguien con los suficientes años y sabiduría como para poder ocuparse de la alimentación de todos los monjes del monasterio. Para ser tenzo (cocinero) hay que tener tres corazones: ki-shin, el de la alegría; dai-shin, el gran corazón, y ro-shin, el corazón de la abuela, que da sin discriminación a todos los chicos que le piden. Porque cocinar es estar dedicado a los otros. Pensar qué alimentos ofrecerles para ayudarlos en su práctica religiosa. Levantarse antes y acostarse después que los demás.
Pero más allá de los alimentos o los platos que ofrezca, de la comida misma, lo más importante para el tenzo es el espíritu que envuelve su cocina, desde el momento en que se piensa qué cocinar, se eligen los productos, se los limpia, se los cuece y se los sirve a la mesa con total dedicación. Y el espíritu no es otro que el del zazen, la meditación sentada característica del budismo zen.
Dogen cuenta que estando todavía en China, en el barco en que había llegado de Japón, se acercó un monje que quería comprar champiñones a los comerciantes japoneses. En una conversación con té de por medio, se enteró de que el tenzo, que tenía 70 años, había recorrido 20 kilómetros desde su monasterio buscando champiñones para una sopa de fideos. Sorprendido por que una persona mayor hubiera hecho ese trayecto solo para comprar un producto y volver a preparar la comida del día siguiente, Dogen le ofreció pasar la noche en el barco. El tenzo no aceptó. “No estaría bien si no vigilara yo mismo la cocina”, le replicó antes de marcharse.
Esta es una de las primeras enseñanzas que Dogen ofreció a los cocineros. Estar presente en todo el proceso que va a llevar el alimento a la mesa. Concentrado en cada uno de los detalles y teniendo presente también quiénes comerán sus alimentos, el tenzo logra transmitir ese amor a la comida.
¿Puede practicarse esta forma de cocina justamente hoy, en medio de un ritmo más que agitado, cuando hay que tener varios trabajos para poder vivir y las mujeres padecen una doble jornada laboral trabajando fuera y dentro de la casa? Hay dos opciones. Podemos considerar el mandato de “estar presente” como una tarea sumamente ardua y quejarnos de ella, o simplemente disponernos a ir al mercado y comprar lo necesario para cocinar y poner las manos en la masa. Tal vez ni siquiera lleve más tiempo adoptar un modo más espiritual de cocinar que hacerlo a las apuradas pensando en todo lo que se tiene que hacer al día siguiente.
Al hacer las compras, por ejemplo, en los monasterios budistas zen se aconseja mirar y elegir la verdura con plena conciencia. Los alimentos deben ser frescos y de buena calidad; de cualquier manera, esto no implica que haya que comprar productos lujosos. El cocinero debe lograr la mejor comida posible con los productos disponibles. La cocina monástica no hace grandes manifestaciones de abundancia: la generosidad está más bien en el cuidado con que se prepara cada plato. Y el tenzo debe cocer exactamente la cantidad de comida que cree que comerá la sangha (comunidad).
Luego, durante la limpieza, no hay que desperdiciar ni un grano de arroz. “Una vez que estos productos están en sus manos, deben cuidarlos como a la niña de sus ojos”, recomienda Dogen. El tenzo y sus ayudantes preparan la comida en silencio. El tenzo tiene una tarea educadora ante quienes lo ayudan: debe generar un clima de concentración sin tensión. Porque el espíritu de la cocina (kio) se transmite a la comida. Por eso, los monjes no deben charlar ni hacer ruido y menos pelearse durante la preparación. No debe haber nada más importante en ese momento que la lechuga que se aviva bajo el agua. Dogen aconseja:
“Cuando laven el arroz o las legumbres, háganlo con sus manos, en la intimidad de su propia mirada, con diligencia y conciencia, sin que su atención se relaje un solo instante”.
No hay que ser monje para conocer los resultados de la falta de concentración en la cocina; de atender el teléfono mientras el guiso se cuece y los chicos tiran de la pierna del pantalón. El error viene de la falta de concentración. Y no es que equivocarse sea pecado, dice el budismo zen; sólo nos muestra cómo estamos interiormente. Tampoco es por un afán de perfeccionismo que se busca la concentración. Ni sirve de nada preocuparse, discutir o disculparse. Si hay un error, simplemente debemos repararlo.
Una historia cuenta que mientras el tenzo estaba preparando una guenmai (sopa de arroz), una serpiente cayó en la olla. Cuando el tenzo sirvió la guenmai al maestro, la víbora estaba justo en su cuenco. El maestro preguntó: '¿Qué es eso?”. Entonces, el tenzo tomó la víbora y se la comió.
Comer a conciencia
Un hombre debe desarrollar su conciencia acerca de las cosas más triviales.
Por ejemplo, al comer debemos estar concientes de lo que comemos, incluso de los ingredientes del plato, y de cuándo hemos comido lo suficiente...
Una persona que lee mientras come no está verdaderamente atenta ni a la lectura ni a la alimentación.
–Doctor Saddahatissa, profesor de budismo de la Maha Boddhi Society, Inglaterra.
Es común oír la frase “¿come para vivir o vive para comer?” cuando una persona le presta demasiada atención a la comida. En la cocina monástica, tal dicotomía no existe. Allí, lo sagrado depende de una íntima relación con los alimentos.
Desarrollar la conciencia necesaria para reconocer el momento exacto en que se debe sacar una torta del horno no es algo que se aprenda con el primer intento. El aprendiz seguramente hará unas cuantas tortas quemadas, desinfladas o crudas antes de lograr la que tenga la consistencia justa. Por eso, se dice que aprender a cocinar es como aprender a vivir.
En una historia zen, un discípulo pregunta:
—Todos los días nos vestimos y comemos. ¿Cómo podemos dejar de vestirnos y de comer?
Y el maestro responde:
—Nos vestimos, comemos.
—No comprendo.
—Si no comprendes, vístete y come.
La vida cotidiana es terreno fértil para esta conciencia. La cocina no es un medio que quita tiempo a las actividades importantes de la vida. Es un fin que en sí mismo nutre corporal y espiritualmente. Es que cada tarea diaria exige al practicante un encuentro consigo mismo y con el cosmos, aunque ese uno mismo sea muy distinto del que se concibe en Occidente. “No hay un yo que se aniquila en la muerte, como tampoco hay un yo que vuelve a nacer después de aquella”, explica el filósofo Martín Zubiría en Doctrinas sapienciales de la antigüedad clásica en el Lejano Oriente. Confucio, Laudes, Buda. “El yo es un nombre meramente convencional que sirve para designar el proceso de las formas psicofísicas de la existencia que se transforman sin cesar. El individuo es sólo un conglomerado de fenómenos transitorios, que pertenecen no al yo, sino, por el contrario, al ámbito del no yo (anattä). De allí que el budismo exija de sus adeptos una clara comprensión de estas cosas para liberarse del ‘delirio del yo’ y alcanzar finalmente la fase suprema de la redención, llamada nirvana.”
En la misma línea, el sacerdote Edward Espe Brown, en su libro La cocina zen, propone preguntarse: ¿qué gusto tiene el tomate? Ser capaz de hacerse esa pregunta e intentar responderla puede ser el comienzo del camino. Si no somos capaces de percibir “la vibración jugosa, lujosa y carnosa esencial del tomate”, concluye, algo en nosotros se quiebra, el corazón se encoge y también nosotros “estamos secos y harinosos”, ya que buscamos afuera algo que nos haga sentir plenos.
El refrán popular “estómago lleno, corazón contento” daría cuenta de ese buscar la saciedad en el exterior. Para el budismo, en cambio, ningún alimento en sí mismo puede calmar el hambre que hace que el ser humano se sienta vacío. Por eso se dice que aunque sea austera, la cocina monástica puede llenar mucho más que un plato suculento.
Rituales en el monasterio
En los monasterios zen siguen manteniéndose ciertas tradiciones en torno a la comida y a todos los aspectos que rigen la vida en comunidad: el baño, la limpieza, el trabajo. La disciplina monacal es rígida en cuanto a horarios y actividades. Y en ella abundan los rituales, himnos y oraciones (mantras).
Ricardo Dokyu, quien vivió durante cuatro años de la década de 1990 en Eiheiji, el templo matriz de la Escuela Soto del budismo zen, cuenta que su día empezaba a las 4.30 de la mañana en invierno y a las 3.30 en verano. Allí se dice que el día comienza cuando uno todavía no puede verse las líneas de las manos, aunque según las responsabilidades de cada monje esto puede variar. El encargado de las ofrendas (comida para los mausoleos), por ejemplo, se levanta dos horas antes, o sea 1.30 o 2.30 de la madrugada, según la estación del año. Y el tenzo se levanta tres horas antes del desayuno para ponerse a cocinar, ya que la comida debe ser del día y suele llevar varias horas.
Un día en el monasterio comienza con zazen y termina con zazen, la postura sentada típica de los monjes budistas. Son meditaciones que suelen durar 40 minutos. Explicar la postura es difícil si no se la presencia. “Zazen es un puente para llegar a uno mismo”, explica Dokyu. O sea que la primera de las actividades es vestirse y hacer zazen en la sala de monjes (sodo). Luego se realiza una ceremonia en la que se leen sutras y distintas oraciones dedicadas, por ejemplo, a la prosperidad del país, a pedir protección para el templo o sabiduría para todos los seres.
Como los monjes meditan, duermen y comen en el sodo, no hay mesas ni sillas que den lugar a un gran despliegue de alimentos y bebidas. Desayuno, almuerzo y cena llegan en un solo cuenco, llamado orioki, envuelto en un paño. Con el cuenco ya servido en la mano, se entonan las cinco estrofas llamadas Go kan no ge (cántico de las cinco observaciones):
“Primero, esta comida llegó a nosotros a través de innumerables labores. Debemos reflexionar sobre esto.
Segundo, así como recibimos esta ofrenda debemos reflexionar si somos merecedores de ella en función de nuestra virtud y práctica.
Tercero, así como deseamos la condición natural de la mente para estar libres de apego, debemos estar libres de codicia.
Cuarto, recibimos esta comida como un buen remedio y para curar nuestro cuerpo.
Quinto, ahora recibimos esta comida para realizar el Camino.”
Y con el espíritu que emana de estas oraciones se come en silencio para estar concentrado en uno mismo y mantener la práctica.
El desayuno tradicional se llama okayu. Es una papilla de arroz, que se acompaña con pickles y se condimenta con gomasio. Además, hay un platito con verduras hervidas o prensadas y cocinadas con sal. Después de desayunar, se hace una limpieza general del establecimiento. Y luego viene el trabajo (samu), tarea que hacen todos los monjes juntos; por ejemplo, limpiar el jardín que rodea al monasterio o, en Japón, quitar la nieve en invierno.
A las 11.30 se almuerza, repitiendo las oraciones. Esta estricta práctica de rituales para comer, bañarse o trabajar sirve, según explica Dokyu, “para recordar por qué uno hizo abandono del mundo y entró al monasterio; por qué se rapó la cabeza. Así como uno se lava el rostro y come todos los días, esto sirve para recordarse que la práctica es todos los días y a cada momento”.
Tanto en el almuerzo como en la cena, el plato típico es la sopa de misó (que significa fuente de sabor), una pasta aromatizante fermentada, hecha con porotos de soja y/o cereales y sal marina. Y dos o tres platos de verduras. En verano puede haber más frutas, aunque todo depende de las donaciones que lleguen al monasterio.
Por último, la cena es a las 17.30, después de haber hecho otra sesión de samu o de haber participado de enseñanzas. Y nunca hay límites para la cantidad de comida, pero nadie debe servirse ni aceptar más de lo que considera estrictamente necesario. Debe ingerirse la totalidad de lo que se ha servido en el cuenco, que al finalizar cada uno enjuagará con agua tibia para tragar hasta el último resto de alimento. Es decir, el cuenco debe quedar vacío, sin desperdiciar absolutamente nada.
El camino de la vida diaria
Fuera de los monasterios, la práctica suele distender sus límites. En particular, la tradición del maestro Taisen Deshimaru, el discípulo de Kodo Sawaki que introdujo el zen en Francia, impulsó a los monjes a integrarse a la vida en sociedad.
A simple vista, la rutina de esta comunidad monástica no difiere demasiado de la que podría llevar cualquier persona: los monjes se casan, tienen hijos, trabajan, van al cine. La diferencia, además de la práctica diaria de la meditación, es que cada verano y durante los fines de semana largos hacen una práctica intensiva (sesshin). En la Argentina, la comunidad del maestro Kosen, discípulo de Deshimaru, tiene su campo de verano (ango) en Capilla del Monte, Córdoba. Allí se encuentra el templo Shobojenji, creado en 1999.
Aquí en España tenemos a Dokusho Villalba, discipulo directo tambien, que dirige el Templo Zen Luz Serena en Requena, Valencia.
Durante los períodos de sesshin, la rutina es bastante parecida a la de los monasterios. La comunidad mantiene una dieta vegetariana, hecha de platos ligeros y simples para facilitar la práctica de zazen. “Si el tenzo hace una comida pesada, la gente se duerme durante el zazen y el ambiente en el campo de verano no es bueno. Si hace una comida que enferma a la gente, tampoco es bueno”, explica Henri Mouillefarine, tenzo de la comunidad del maestro Kosen.
También se mantienen rituales heredados del propio Dogen. En el momento en que la comida está en las bandejas y a punto de servirse, el tenzo hace nueve prosternaciones (pai) y canta distintos sutras. Cuando están todos sentados, enciende un incienso frente al Maestro en ofrenda al Buda.
En el desayuno se come siempre guenmai, una variación del okayu. Y en el almuerzo y la cena, distintos platos que combinan verduras con cereales. También algunos con proteína vegetal como tofu o saita. “Cocinamos cosas ricas, no es necesario hacer cosas ‘duras’. Sí hacer comida simple y sabrosa. El zazen es bastante duro; entonces la comida es un momento de relajarse y estar juntos. No estamos en Japón”, dice Mouillefarine.
El principio de la no violencia
Tanto en el monasterio como en los retiros nunca se come carne. Se trata de una dieta vegetariana basada en la noción de shoshinriori (iori es comida; shoshin, puro). “Es comida pura, hecha con el corazón, para avanzar en nuestro entrenamiento, no para satisfacer el deseo personal de comer”, sostiene Dokyu.
Pero ¿qué pasa fuera de la vida monástica? ¿El budismo zen es sinónimo de vegetarianismo? No necesariamente.
La comunidad de Deshimaru tiene una especie de rito de pasaje de la vida ascética y monacal a la cotidiana. Al final del sesshin o del campo de verano, cuenta Mouillefarine, hay un último almuerzo que Deshimaru denominaba sayonara (adiós). Es la oportunidad para que los practicantes prueben una cocina más elaborada, que puede incluir carnes, pescados y hasta bebidas alcohólicas. Es la despedida del período intensivo de zazen y la vuelta a la vida cotidiana, en la que cada uno es libre de hacer lo que le plazca.
Algunos budistas plantean que para el Buda comer carne era apoyar el sacrificio, algo que está en contra del principio de no violencia. Según este principio, la causa de la agresión de los humanos entre sí es la forma en que tratamos a los animales. Por lo tanto, llevar una dieta vegetariana produciría menos irritabilidad y agresión en quienes la consumen y haría más pacífica a la humanidad. “Que se abstenga de comer carne el bodhisattva que está disciplinándose para lograr la compasión”, habría dicho el Buda. En ese sentido, el maestro zen estadounidense Philip Kapleau explica en El respeto a la vida que el precepto budista de “no matar” encierra la necesidad de respetar a todos los seres vivientes sin discriminación. Y llega a cuestionar la leyenda que dice que el Buda murió por comer cerdo, y aduce un error de traducción.
Para otros, sin embargo, el Buda practicó el vegetarianismo pero no lo predicó. Argumentan que iba con su cuenco a la práctica de la mendicidad (takuhatzu) y recibía sin discriminar a nadie; por eso habría muerto al comer cerdo ofrecido por una seguidora. En esa línea y desde su experiencia personal, tanto Dokyu como Mouillefarine explican que fuera del monasterio o de las prácticas de retiro, cada uno es libre de seguir la alimentación que prefiera. “De algo nos tenemos que nutrir, y el arroz también es un ser viviente, no solo la carne”, argumenta Dokyu. “Por eso tenemos la idea de servirnos solo lo necesario: aun sabiendo que a este o a aquel ser lo estás matando, tomas lo necesario para poder continuar con la práctica.”
La ceremonia del té
Cuando el agua hirvió, sólo corrió un poquito la tapa de la tetera y se sentó con la vista fija en el brasero.
–Yasunari Kawabata
Una leyenda cuenta que Bodhidharma, quien introdujo el budismo en China, estaba tan cansado tras años de práctica que los párpados se le cerraban cada vez que se sentaba a meditar. Enojado, un día se los cortó y los tiró al suelo. Sus párpados florecieron y dieron origen a la primera planta de té.
Históricamente, Lu Wu es considerado el pionero de la ceremonia del té. Después de años de preparar y servir té en un monasterio, escribió su Libro del té durante el siglo viii d. C. En esa especie de Biblia budista llegó a describir con sutileza asombrosa tres puntos de ebullición distintos: el primero, cuando “pequeñas burbujas flotan como ojos de pez en la superficie del agua”; el segundo, cuando las burbujas “se convierten en perlas de cristal que pulverizarían una fuente”, y el tercero, cuando “al pequeño maremoto de la tetera es preciso verterle un cacillo de agua fría que le devuelva la juventud a la vieja agua y asiente el té”.
Luego, los primeros monjes zen concibieron el consumo de esta infusión como un rito litúrgico. Lo tomaban del mismo tazón pasándolo de mano en mano como si de un sacramento se tratara. “El arte del camino del té consiste simplemente en hervir el agua, preparar el té y beberlo”, decía el maestro Rikyu. Tan simple y a la vez tan complejo como transitar un camino interior que no se deje influenciar por lo externo. Un camino tan sencillo e intrincado como la vida.
En Mil grullas, la novela del premio Nobel Yasunari Kawabata (publicada por entregas entre 1949 y 1951), el joven Kikuji, hijo de Fumiko, un experto en la ceremonia del té, hereda las obsesiones amorosas de su padre, de las cuales disfruta y también es víctima. Enfrentados a través de los tazones de té, padre e hijo viven, en distintas épocas, una realidad sagrada dentro de “la casita del jardín” (como llamaban a la Casa de Té del padre), ubicada en la ciudad de Kamakura; la cercanía del templo zen Engakuji parece respirarse en la trascendencia que el relato otorga a cada gesto, movimiento o suspiro.
Es que como el zen, el Arte del Té (Cha do o Cha no Yu) se basa en la constante atención a la sencillez. La sala donde se lleva a cabo la ceremonia (sukiya) es una pequeñísima habitación despojada de toda ornamentación. Tal vez un pequeño mueble sea lo único que rompa el vacío de su interior. La austeridad, la extrema limpieza, la escasez de lo superfluo, que reproducen el espíritu monacal, permiten la captación intuitiva de la realidad. “Cuando se vierte el agua en la tetera o se sirve en la taza, no solo es el agua lo que vertemos sino muchas otras cosas, positivas y negativas, que el practicante deberá limpiar mientras ejecuta cualquier paso de la ceremonia caminando hacia la pureza. Solo una mente pura, serena y libre de perturbaciones emocionales podrá gozar mediante el arte de la sabia soledad de lo absoluto”, describe José Javier Fuente del Pilar, en el prólogo a El libro del té, escrito a fines del siglo xix por Kakuzo Okakura.
La ceremonia del té no es solo un ritual estético o protocolar, es un acto ético y religioso en el que se expresa el concepto integral de hombre y naturaleza que encierra el zen. En Japón, de aquellos a quienes les falta sensibilidad para advertir la tragedia y la comedia que componen la vida se dice que “les falta té”, según afirma Okakura en su libro: “Quienes sean incapaces de sentir en su interior la pequeñez de las grandes cosas tampoco podrán distinguir ni calibrar en su vida la gran magnitud de las pequeñas... Esperemos el gran Avatar (reencarnación de Dios). Mientras tanto, saboreemos una taza de té. La luz de la tarde ilumina las cañas de bambú, las fuentes cantan melodiosas, el suspiro de los pinos crepita ante la tetera. Dejémonos arrastrar por la fascinante sencillez de las cosas”.
En los años setenta del siglo xx, alguien dijo que lo pequeño es hermoso. No era un monje sino el economista Ernst Fritz Schumacher, quien miraba con preocupación los efectos de las grandes escalas sobre el medio ambiente y la calidad de vida, y propiciaba una vuelta a la escala humana: empezar por cambiar nuestro interior para cambiar el mundo.
El condimento zen
¿Tienen los cocineros zen, como la mayoría de los chefs, algún secreto guardado bajo siete llaves? En una clase de butoh, danza moderna japonesa, la profesora Rhea Volij estimula a los estudiantes:
“Somos monjes budistas que recogemos el rocío de las hojas. Hace años que madrugamos y hacemos lo mismo. Conocemos lo que tenemos que hacer para que la gota caiga exactamente en nuestras manos. Estamos horas recogiendo esas gotas y la vida se nos va en eso. Nuestra vida es recoger cada mañana las gotas de rocío. Cuando llega el mediodía, nos sentamos de cara al sol y dejamos que este vaya secando las gotas una a una hasta dejar secas nuestras palmas”.
La cocina sagrada requiere el amor y el desprendimiento de un monje. No importa que luego las gotas de rocío se sequen: él no está pensando en ello en el momento de juntarlas. Lo único que intenta es que cada una de esas ínfimas gotitas tenga un lugar en la palma de su mano. Amorosamente, el monje cuida que ninguna resbale hacia el abismo mientras él sigue con su tarea. Y de la misma manera deja que desaparezcan de sus manos cuando es momento de que el sol actúe.
Se puede decir que no hay secretos guardados en este tipo de cocina. El secreto está a la vista. Es sólo cortar, limpiar, cocer, servir y comer cuidadosamente. La condición básica es la observación de lo obvio: que las zanahorias tardan más que las papas en cocinarse, que el horno calienta más abajo que arriba. Esa madurez espiritual convierte cada momento en un acto trascendente e iluminador.
Así es el amor budista por la cocina, un amor desapegado pero infinitamente conectado con cada uno de los estados por los que pasan los alimentos.
Fuente: ARTEMISA NOTICIAS - 17-11-2006
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